El juicio de la Inquisición contra una hechicera de Zugarramurdi: ¿Cómo defendió su inocencia usando la botánica local?
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Elara no era una hechicera, aunque muchos en Zugarramurdi así lo susurraban. Era una curandera, una mujer cuya pericia con las plantas y hierbas del valle navarro era tan respetada como temida. Vivía en las afueras del pueblo, en una pequeña casa de piedra rodeada de un jardín que desbordaba vida y aromas. Pero en 1610, el aire de los Pirineos se había enrarecido con el miedo. La Inquisición había llegado a Logroño, y su sombra se extendía hasta los rincones más aislados, buscando la herejía en cada gesto.

Una mañana, mientras Elara preparaba un ungüento para la tos de un vecino, los alguaciles del Santo Oficio irrumpieron en su hogar. La acusaban de brujería, de participar en aquelarres en las cuevas cercanas y de volar por los cielos nocturnos. Las acusaciones se basaban en confesiones de otras mujeres, obtenidas bajo tortura, que la señalaban como una de las líderes.

El juicio fue un espectáculo sombrío. Elara, de pie ante los inquisidores, escuchaba con una calma que los desconcertaba. El fiscal principal, un hombre severo de mirada fanática, presentó la "prueba" principal: el testimonio de una vecina que juraba haberla visto aplicarse una pócima y elevarse por los aires.

«Confiesa, mujer», tronó el inquisidor. «Confiesa que usas ungüentos diabólicos para volar a tus reuniones con Satanás».

Elara respiró hondo. Sabía que negar simplemente no sería suficiente. Necesitaba que su defensa fuera verosímil para hombres que ya habían decidido su culpabilidad. «Señorías», comenzó con voz firme, «no niego el ungüento. Lo que niego es su propósito. ¿Podría, por favor, describir los ingredientes que según mis acusadoras utilicé?».

El fiscal, sorprendido por la petición, leyó una lista confusa que mencionaba beleño, mandrágora y estramonio. Elara asintió lentamente. «Como sospechaba», dijo. «Esas plantas no le permiten a uno volar, pero sí pueden hacer que alguien *crea* que vuela».

Un murmullo recorrió la sala. Uno de los inquisidores más jóvenes y, al parecer, más escéptico, se inclinó hacia adelante. «Explícate».

«El beleño y el estramonio», continuó Elara, señalando con los dedos como si tuviera las plantas delante, «son conocidos por los curanderos por sus propiedades. En dosis muy pequeñas, alivian el dolor. Sin embargo, en cantidades mayores, provocan sueños muy vívidos y alucinaciones potentes. La sensación de flotar o de volar es un efecto secundario bien documentado de estas sustancias cuando se absorben por la piel».

Su explicación fue tan detallada y lógica que sembró la duda. Describió cómo una persona, después de aplicarse un bálsamo con estas hierbas, caería en un sueño profundo y experimentaría visiones tan reales que, al despertar, juraría haberlas vivido. No volaba a un aquelarre, sino que soñaba con él en su propia cama.

«Mi único crimen», concluyó, «es poseer un conocimiento que ustedes confunden con magia. Uso las plantas que Dios nos ha dado para sanar, no para servir al diablo. Si quisieran probar mi argumento, bastaría con que un médico analizara los efectos de dicho ungüento en un animal. Verían que no vuela, sino que simplemente cae en un profundo sopor».

Su defensa fue audaz y peligrosa. Aunque no todos los inquisidores quedaron convencidos, su argumento racional, basado en una botánica observable, introdujo una duda razonable. No podían refutar su lógica con la misma facilidad con que descartaban las negaciones desesperadas.

Elara no fue absuelta de inmediato, pero su juicio se estancó. Su caso, junto con la creciente desconfianza de algunos inquisidores sobre la veracidad de las confesiones masivas, contribuyó a un cambio de perspectiva. Mientras otras muchas personas encontraron un final trágico en la hoguera, la valiente curandera de Zugarramurdi usó el conocimiento, el arma más poderosa de todas, para iluminar las oscuras salas del tribunal y, finalmente, salvar su vida.